Cuando a un espíritu del viento se le encomienda la afanosa tarea de habitar en un lugar específico durante un indeterminado tiempo, ése alma que viaja surcando estratos aéreos se plantea y cuestiona de manera inopinada qué lección le atañe, qué tarea ha de ser la próxima y si el horizonte le permitirá de nuevo una mirada tendida, ser de nuevo su aliado.
Y es que, para quien lleve la aventura en su fuero más interno, el de las entrañas propias del ser, el camino siempre le estará llamando. Como el preso que nunca deja de tramar el plan de escape a hurtadillas, o quien se lesiona y no descansa hasta volver a su estado anterior. Quien lleva el espíritu del viento consigo no tratará de encontrar las hazañas que deparará la aventura, ni cómo se desarrollen, tan sólo existirá el cuándo.
Y esto para quien lo lea, no siempre sucede por decisión propia, sino que a veces se te pide embarcar, te das cuenta de que no tienes muchas opciones y te subes a bordo. Así me sucedió a mí.
Y esta es la historia de cómo accedí a recorrer el río Ebro para llegar al mar, descender hasta donde las naranjas se mezclan con pomelos y mandarinos, descubrir que mi futura hija era del tamaño de un guisante teniendo agarrado por la correa a un caballo y dos perros en Dios sabe qué pistas del valle del Túria. Así entonces, tuvimos que cambiar de rumbo y atravesar todo lo ancha que es la Mancha mientras decidíamos nuestro futuro y un virus nos confinaba a los pies de la Sierra de Gredos.
Cinco meses de ruta, once provincias de siete Comunidades Autónomas, 126 pueblos, más de 2.000 kiómetros recorridos y una infinidad de encuentros, paisajes y caminos.
“Cada cual tiene que estar contento por sus logros, por su energía reinante y saber celebrar el esfuerzo cada día. El valor de lo que hago no cabe en libros ni en clases. Cuando la tranquilidad te inunda, irradias tranquilidad. Soy un afortunado más y ojalá pudiera compartir esta experiencia de tantas otras formas. Os dejo un breve caminar…” (Azuébar, 31 de enero de 2020)
Todo empezó con unos manteles blancos de papel (típicos de cualquier restaurante) y nuestra pasión compartida por degustar auténticas comilonas. Eva (mi pareja) y yo solíamos ir allí a tomar el menú una vez al mes. Hasta ahora todo correcto. Vivíamos por aquel entonces, y coincide que lo seguimos haciendo, en las Merindades de Burgos. La zona más septentrional de dicha provincia, donde fluyen ríos caudalosos, el ganado siempre tiene para pastar y el atardecer es sublime.
Vivimos en un pequeño pueblito habitado solo por nosotros (de momento). Estamos aquí para re-habitarlo, mantenerlo, desarrollarlo, con esto “arregla eso que se ha estropeado”, las gallinas, el caballo... lo vais pillando, ¿no? ¡No os asustéis por lo de que seamos los únicos habitantes de este pueblo! Pues no es casualidad que en esta zona tan rica y variopinta, junto a la mayoría de municipios que nos rodean, puedas contar a sus habitantes con tan solo los dedos de una mano.
El caso es que, volviendo a los manteles...
-“Si lo sé no les presto el boli, menudo cristo de mantel me están dejando” – debió pensar quien nos atendía.
Fue en esos típicos y desechables trozos de papel, sobre los que todxs alguna vez hemos comido y también garabateado, donde dibujamos el mapa, planteamos la ruta, calculamos los pesos, las distancias, las posibles dificultades y conseguimos delimitar aquella idea de viaje tan atípico para lo que (y parece mentira porque no ha pasado tanto tiempo) se ve hoy en día.
Así que dejando a un lado esos platos de legumbre en los que se te sirve la cazuela entera, el mantel desdibujaba lo siguiente: la idea principal no era otra más que recorrer la península ibérica, la de Portugal y España. La que, dependiendo del año, época o siglo que corriese, la estuviera habitando gente de tan diversas costumbres y creencias. La que supuestamente conocemos y la que aprendimos a determinar en las clases de geografía donde estaban los sistemas montañosos, los cabos y los ríos... Bueno, pues a esa me refiero.
Surgió así como dar la vuelta en el sentido de las agujas del reloj, que “sin ser muy pretenciosos”, a los cinco cabos principales (Creus, Nao, Tarifa, San Vicente y Finisterre) hechos esquinas, como las puntas de una sábana extendida, buscando una impresión quizás (o ese mazazo de realidad) al conocer el tejido que nutre y acontece sobre esa prenda que a las pinzas que la sostienen. Y para alimentar la aventura lo haríamos a pie, con los dos perros y un caballo.
-“Hold on, mate! ¿Pero con un caballo, dos perros y caminando? A ver cuenta eso bien.”
Eva, natural de Holanda, pelirroja, ojos claros, alta y con poca pinta de “pertenecer” a esta zona, tuvo a su padre como iniciador de un proyecto: reconstruir un pueblo de esos de la España vacía que tanto se oye hablar. El pueblo de Valmayor sufrió el abandono de quienes lo habitaban a finales de los setenta, migrando en su mayoría a la industria de Bizkaia y dejando así a las plantas como últimas y únicas encargadas de cuidar el lugar durante más de veinte años.
Después llegaría Hugo, padre de Eva, que tras dieciocho años de esfuerzo fue comprando ruina a ruina y dejó dos casas construidas, su huella y su legado. Tras su fallecimiento el pueblo volvió al silencio y fue entonces decisión de sus hijas retomar lo que ya se había empezado. Aquella herencia, como os podréis imaginar, no era como la de las pelis, pues los primeros años tan solo conseguir hacer llegar el agua al grifo fue de lo más trabajoso.
No me entretendré contando penurias sobre la vida en un pueblo a un décimo de construir, pero quiero que entendáis que justamente el viaje surgió por la necesidad de recibir un soplo de aire fresco fuera de los confines de los montes que nos rodean. Eva era quien más parecía necesitar esa brisa, ya que después de cinco años tratando de continuar con la odisea de rescatar el pueblo, y siendo como es ella (uno de los espíritus del viento), ya le iba tocando la hora de marchar. Yo en cambio, quien tan solo llevaba en el proyecto dos años, aun andaba fresco pero dispuesto a lo que fuera. Así que teníamos ganas de salir. Y muchas.
-”Espera que quito las migas del mantel que no se ve nada”.
La propuesta era clara, íbamos a hacer un viaje pero, ¿cómo exactamente? Uno que fuera compartido a gusto de ambos. Queríamos conocer la España rural con sus climas tan diversos, sus extravagantes paisajes revestidos con sus habitantes, sus rincones de historia y también de saber... Tal vez incluso encontráramos proyectos interesantes que estuvieran sucediéndose en ese medio rural que, a fin de cuentas, no dejaría de ser un entorno próximo al nuestro pero con otros factores circundantes e inherentes a él.
Queríamos descubrir verdaderamente qué había más allá de las orillas de la autovía, cuando mirando por la ventana en esos viajes míticos a la costa o a las montañas rara vez acabábamos comprendiendo lo que acontecía entre medias de todo ese recorrido.
A mí me hacía ilusión pensar en cómo la orografía de esos mapas del colegio iba poco a poco a ser reconocida mediante el caminar, ese lento pero seguro medio donde todo se asienta y poco queda sin observar. Y así descubrir montes como el Moncayo, por ejemplo, esa gran mole que en su lejanía no reconoces. O cuando pasadas las jornadas comienzas a intuir que quien te roba la luz del atardecer y te obliga a acampar antes de tiempo no es sino otro que el gigante del Sistema Ibérico.
Algo que siempre le comentaba a Eva era que sentía, por vez primera en mi vida, que haciendo este viaje iba a poder exprimir cada conversación, gesto y mucho más con las gentes del lugar. No puedo negar que existe una magia brutal en viajar lejos y encontrarse con situaciones de esas en las que tan solo la mímica te va a ayudar. Pero cuando lo que deseas es preguntar, enterarte y escuchar la realidad y las circunstancias de esas personas que te encuentras al paso, cómo es su vida, cómo es su clima, esta experiencia en España era sin duda para mí el mayor regalo.
Tener una lengua común con la que entenderse y a la vez fascinarse por esa infinita variedad de tonos, sonatas, dejes, acentos comarca a comarca a medida que avanzábamos era exquisito. Y de todas esas ilusiones citadas, puedo afirmar convencidamente que tuvimos todo cuanto anhelamos descubrir, ya que el viaje nos fue acercando con cada paso que dábamos y en el momento exacto (como suele suceder en los viajes) a las experiencias, a las conversaciones y a las sorpresas más bonitas que podíamos imaginar.
-“Tenemos cuajada con miel, queso con membrillo, tarta de queso, tarta de la casa, flan, arroz con leche, fruta de temporada y seguramente algo me deje...”
Nosotros en cambio, teníamos dos perros a nuestro cargo y esto ya acotaba las posibilidades bastante. Ya que, aunque seguro que se puede viajar súper lejos con los canes, nuestra intención no era meterlos en una jaulita, montar en un avión y estar en la Micronesia tomando agua de coco en una tumbona. Además existe P.tinto, el caballo losino que le habían regalado a Eva hacía unos años con la única intención por parte de los anteriores dueños de rescatarlo del matadero pese al apellido que portaba consigo: “un caballo imposible”.
Entonces Eva, que siempre había soñado con hacer un viaje a caballo, propuso la idea de irnos con el equino. Yo por mi lado, quería hacer un viaje a pie. Y como caminando se llega a cualquier lugar, ¿cómo no iba a tener sentido que replicáramos lo que nuestros antepasados hicieron durante tanto tiempo y tan bien, en incontables rutas, acompañándose siempre de animales de carga y transporte? P.tinto vendría con nosotros y portaría los petates, los piensos, la tienda de campaña, las esterillas…
-”Alaah... que cabrones que le hicieron cargar al pobre caballo sus cosas para irse de viaje”.
Llamadnos de todo cuanto queráis, pero vivir mano a mano con el animal que te siente como su manada es mucho mejor que tenerlo muerto de asco entre las cacas que se hace en el cajón de su establo. Y de verdad, la experiencia de recorrer tantas comarcas y provincias con sus innumerables pueblos, ver como siempre causaba fascinación a niños y ancianos, ver los ojos de un paisano que se vuelven vidriosos cuando te cuenta que el último caballo que pasó de esa forma por ese empedrado fue el suyo y tantas otras historias más, hizo que aquella idea no fuera en absoluto una equivocación.
-“Todo muy rico, muchas gracias”.
Partimos el día 31 de octubre de 2019. El viento frío, las nubes que acompañaban y el telón que empezaba a desplegarse ante nosotros era inequívoco. El invierno que empezaba a atisbar entre las colinas nos estaba brindando la oportunidad de salir pitando antes de que llegaran las primeras nieves. Y fue así como durante las dos primeras semanas nos curtimos a base de las inclemencias del viento, de la lluvia infinita, de la nieve que venía acosándonos a la espalda y de nuestra inexperiencia total de colocar los bultos acordemente.
Sumado todo ello a que el caballo estaba gordo, nosotros no habíamos cogido el ritmo ni la fuerza del funcionamiento diario y quién sabe que otra cantidad de factores para los que no estábamos preparados aún que hicieron que aquellas dos primeras semanas nos fortaleciéramos a base de bien.
Recorrimos nuestra Merindad, la de Cuesta Urria, luego el Valle de Tobalina, llegamos a Frías y atravesando los Montes Obarenes llegamos a Pancorbo (el último bastión de caballo losino salvaje) y la extensión de campos ondulados, que no afilados, de la Rioja.
Por supuesto, sobrestimamos la carga llevando demasiadas cosas inservibles o pesadas, tales como una guitarra, una cazuela de sobra y una lista abundante de “por si acasos”, objetos de los que nos iríamos desprendiendo en diversas etapas. Nos decíamos: “si en los próximos cinco días no he utilizado esta historia, me deshago de ella”.
Pongamos entonces que el inicio nos curtió tanto que, a medida que íbamos pasando La Rioja (donde encontramos gente maravillosa), Navarra (no tanto) y Zaragoza, ya no era el mal tiempo nuestra incomodidad, sino el recuerdo de revivir aquellas jornadas en unas posibles y futuras etapas.
Pese a levantarnos muchos días sobre suelos empapados (poco apetecibles) y con días grises y fríos, nosotros estábamos no solo felices, sino motivados. Recuerdo que desde las primeras etapas comenzamos a vivir plenamente con las horas de luz y llegábamos a dormir hasta 13 horas seguidas embutidos en nuestros sacos.
El primer objetivo era llegar a ver el Mediterráneo antes de que el invierno fuera demasiado duro en el territorio continental, descender por el Levante hasta la punta de Tarifa cuando el verano no estuviera en su zenit y ascender por Portugal hasta Finisterre antes de que el tiempo se hiciera algo desagradable.
Y nosotros, que tan solo estábamos en La Rioja aún, mirábamos hacia el oeste observando cómo se iban perfilando nuestros futuros escenarios, enfrentándonos a vendavales poderosos que levantaban la capa del caballo, haciéndonos caminar durante largos ratos sin mediar palabras y haciendo que cada día se volviera una odisea encontrar un lugar adecuado en el que acampar.
La decisión de caminar cerca del río Ebro era obvia: en primer lugar nos evitaría de esfuerzos arduos o fútiles tales como atravesar sistemas montañosos. Y en segundo lugar porque los pastos abundarían para el equino siempre que el paisaje no se volviera ralo o yermo. Y yendo próximos al gran río, ambas opciones serían otorgadas.
Aun así, os sorprendería la enorme dificultad que encontramos para que el camino y las pistas por las que transcurríamos tuvieran un forraje rico y suficiente para el caballo.
-“Ay esta España desértica...”
Algo a nuestro a favor fue que P.Tinto, a medio camino entre un burro y un caballo, lo que quiere decir que el primero come de cualquier cosa y el segundo es más selecto, apenas nos dio quebraderos de cabeza por verlo enflaquecer. Para nuestra sorpresa, las personas que brindaron cobijo al animal a nuestro paso por algunos pueblos, siempre se sorprendían de lo bien alimentado y gordito que estaba y, aunque obtuviera su ración matutina y vespertina de pienso, comió nada más que lo que encontrara-mos.
Que fascinante era su inteligencia que, viendo pastos que no había visto ni olido jamás, sabía perfectamente cuál le interesaba y cuál no. No os digo los tirones que teníamos que darle cuando caminábamos por una pista vecina a una finca de alfalfa, tan irresistible como para mí las golosinas.
Los perros en cambio, que no sufrían el yugo de la carga, correteaban, iban, venían y perseguían bandadas de aves, algunos corzos o conejos que salían al paso. Al acabar la jornada cenaban su pienso y dormían con nosotros dentro de la tienda en su esterilla y su mantita. Nunca tuvimos mayor problema con ellos ya que son perros que atienden a la primera con cualquier orden y que están pendientes de nosotros. No había nada de lo que quejarse… Bueno, quizás de los ronquidos de Tíbet o de los ladridos en mitad de la noche de Dafna por ahuyentar algún jabalí merodeante.
Antes de comenzar a desmontar al caballo y montar nuestra casita de “quita y pon”, teníamos que haber rellenado de agua en alguna fuente la garrafa para toda la manada, haber comprado pan, fruta, lentejas, etc. en el último pueblo y encontrado un lugar agradable y tranquilo donde pasar la noche. Una vez dentro, cocinaríamos nuestro plato estrella: arroz con lentejas. Estirábamos, mirábamos el mapa, leíamos “La guía del Autoestopista Galáctico” en voz alta y tantas otras cosas más que os podréis imaginar.
Acampábamos siempre que se podía en zonas sin ajetreo, alejadas de ruidos, carreteras o población y con abundancia de pasto para que nuestro amigo P.Tinto “repostara” durante la noche. Si no sucedía de tal forma, durante el siguiente día el caballo iba parándose con cada brizna, planta o arbusto suculento que se topara en el camino, ralentizando así el ritmo y nuestra denostada energía. Contando con que caminábamos al principio una media de 16 km y al final de nuestro viaje casi 30 km, el ritmo de una jornada dependía, no solo pero en un gran porcentaje, del caballo.
Parábamos por lo general dos veces al día. Eso significaba que había que quitar toda la carga al caballo para repetir la operación contraria de nuevo con el consiguiente esfuerzo que suponía. En total movíamos 60/65 kilos de carga cada vez que decidíamos hacer un alto. Trabajábamos siempre juntos, Eva a un lado y yo al otro costado íbamos sujetando y atando todos los bultos con cinchas a la silla de montar de manera cada vez más efectiva, perfeccionando con el tiempo el que sería para nosotros un rito, como una coreografía que ensayábamos una y otra vez, como una preparación psicológica ante la nueva y siguiente “batalla”.
Para quitar los nervios y desestresar nuestras articulaciones calentábamos cada mañana con una serie de ejercicios nuestro magullado cuerpo, no sólo cansado de caminar, sino también por todo lo que en un día acontecía.
La gente piensa, por lo general, que los caballos deben llevar herraduras para moverse. Y existe ese mito de que si no la llevan el caballo se echa a perder o vete a saber qué. Tan absurdo como pensar que los humanos necesitamos llevar braquets, anillos o pendientes para sobrevivir en el día a día. Pero nosotros nos preguntamos, ¿si antes de que el humano le pusiera la herradura al caballo en sus cascos este ya vivía salvaje y capaz, por qué ahora iba a necesitarla? Bueno, pues la respuesta la hayamos enseguida.
Si los cascos del caballo se someten a un esfuerzo que el humano no quiere que éste deje de ser productivo, la herradura será aconsejable ponerla. Más una vez puesta, el equino no podrá volver a caminar sin ella, pues habiendo atravesado el casco (la uña) este se ablandará y quedará debilitado. Por ello, sumado a todas las otras tareas citadas, llevábamos un riguroso cuidado de sus cascos, que no sólo limpiábamos casi constantemente en las paradas, sino que curábamos o incluso dejábamos de caminar si se daba el caso.
Pensad que una pequeña piedrecita que no quitas a tiempo puede ir clavándose, alojándose en el nervio y corazón del casco y causar una avería fatal. Los asfaltos, por otro lado, teníamos que evitarlos a toda costa ya que suponen una especie de lija para los pies del animal que en poco tiempo supondría un alto indeterminado en el camino. Como veis, estas eran algunas de las dificultades que entrañaba el caminar con un caballo. Por suerte, el nuestro era un losino, autóctono del Valle de Losa (Burgos), un animal recio, duro, peludo, acostumbrado a dormir con el agua o la nieve cayéndole encima y que crudamente se encuentra en peligro de extinción. Tan solo su gran apetito y su carácter algo rebelde podían interponerse en nuestro viaje.
A posteriori, cuando recordamos Eva y yo la hazaña, pensamos que el caballo disfrutó de estar en movimiento, conociendo en muchas ocasiones otros caballos, yeguas y burros de pueblos en los que nos querían acoger. Otras gozaba probando los productos de la zona (zanahorias entre otras) que la gente nos venía a ofrecer. La realidad acabó siendo que fue el caballo quien nos abrió más puertas, quien atrajo a madres, niños, ancianos. A todos parecía preocuparles más el caballo que nuestro estado.
Y se nos sigue alegrando la cara cuando recordamos la cantidad de cacas que tuvimos que recoger cuando pasábamos por zonas urbanas de diversos municipios. Imaginaros, si la gente corriente recoge los excrementos de los perros, ¿cómo no íbamos a recoger los tres kilos de regalo humeante? Depuramos la técnica, ya que a pesar de que íbamos pidiéndole al caballo que por favor no excretara en el momento de atravesar tal pueblo, habíamos conseguido conocer tan bien su “modus operandi” que ya nos olíamos cuando le tocaba.
Así que a la entrada de los pueblos, entre los contenedores azules, yo solía rescatar una caja de cartón para que llegado el momento, y como íbamos en fila india, tan solo tenía que estar un poco avispado para conseguir encestar aquella cascada de todos sabemos qué.
Esto creo que lo aprendí desde el día en el que atravesamos la ciudad de Zaragoza (la única ciudad de toda nuestra ruta). Recuerdo cómo nos miraba todo el mundo, estuvieran en sus coches o caminando por la acera. Incluso quienes no se percataban hasta toparse casi con nosotros y sus gestos de sorpresa eran de todo menos recatados. Qué buena acogida nos dieron los maños, gente hospitalaria y cercana donde los haya.
Total, que como os podéis imaginar, el caballo a punto de cruzar uno de los muchos pasos de cebra entre los concurridos puentes a cada cual más original que tiene esta ciudad, defecó. Y todavía me acuerdo de un par de chavales que se mofaban viéndome recoger los kilos de caca con una bolsa de plástico grande (que amablemente un oficial de recogida de basuras me dio).
-“Qué cabrones”.
En sus 1.280 kilómetro que recorre el Ebro hay un abanico de paisajes totalmente diverso. Desde los cañones afilados en el norte de Burgos, a los campos de viñas que se despliegan a uno y otro lado de sus hoces en La Rioja, pasando por las estriadas cárcavas desérticas llegando a Zaragoza o su magnífica anchura que, como lengua plateada, surca el paisaje accidentado de Tarragona. El Ebro, el más caudaloso, es un río al que denominaría como “el que recoge tanta belleza e historia como agua seguramente haya hecho fluir”.
Pese a que a ratos siguiéramos el “GR-99: el Camino Natural del Ebro”, en nuestra mayoría de jornadas fueron incontables la otra vertiente de rutas señalizadas (unas más que otras) que se iban superponiendo en todo nuestro transcurso. El Camino del Cid, El Camino Xacobeo del Ebro, El Camino de Cervantes, La Ruta del Vino, GR’s, PR’s, Senda Natural del Río Leza, por nombrar algunas…
Es fascinante saber que existe tal cantidad de recorridos que trazar en España y a su vez puede ser igual de decepcionante encontrarse con que en numerosas ocasiones los tractores o maquinaria agrícola en general, borran a su paso con el apero de labranza cualquier rastro de ruta, camino o senda, con la única y egoísta finalidad de conseguir unos cuantos metros cuadrados más (a veces kilómetros) para su producción personal.
También podía ser que en otras ocasiones sencillamente los carteles no estuvieran por diversas razones, como por culpa de un graciosillo o mal tiempo. En tal caso no podíamos depender de chuparnos el dedo y hacer como Gandalf (quien se guiaba por la brisa que corría en los túneles de Moria). Nosotros utilizábamos una aplicación que se llama “IGN” (Instituto Geográfico Nacional). Si queréis verdaderamente guiaros alguna vez en España es ésta y no otra la mejor opción que yo conozco para moverse sabiendo a donde puedes llegar con el mapa offline y todo bien detallado. Vamos, lo que se llama un mapa topográfico en condiciones de cualquier zona y hasta una escala de 1:25.000. Suficiente, ideal y al alcance de la mano o, en este caso, del móvil.
¿Dónde estábamos? Ah sí, el Ebro. Ya tocaba a su fin y nosotros tan desgastados como los cascos del caballo, también. Necesitábamos encontrar un lugar donde descansar y recomponernos de los ramalazos de aquel invierno entre pasos y paseos. Es larga la historia, pero conseguimos acabar en una casita preciosa a los pies del Parque Natural de los Puertos de Beceite.
Una pareja que sin conocernos de nada, accedió a dejarnos vivir y hacer uso de todo cuanto ellos disponían mientras se iban a pasar las navidades con sus familias a Bélgica. Pasamos dos semanas y media en un lugar fantástico, rodeados de olivos centenarios, un vecino que nos traía mandarinas exquisitas de sus huertas y con P.Tinto desbrozando cada centímetro de aquellas aterrazadas lomas.
Volveríamos a la carga (en la que llamaríamos la “fase dos”) el 9 de enero de 2020. Ahora tocaba descender la provincia de Tarragona, La Sénia y sus incontables monumentos (muros, construcciones varias) de piedra seca, cruzar a Castellón, conocer sus olivos milenarios (os recomiendo ver la película El Olivo de Iciar Bollaín), enfrentarnos al temporal Gloria a resguardo en una Masía regentada por una panadera fabulosa y muchas cosas más.
Realmente queda mucho que contar. Como que me torcí el tobillo, que cruzamos la Sierra de Espadán y Calderona, esta última en la que Nacho Pamies de BWBP nos acompañó durante unas etapas, y sobre todo: el momento en el que nos dimos cuenta de que Eva estaba embarazada lo cambiaría rematadamente todo.
Faltaba volver a casa de la forma más fácil y comenzar a preparar la llegada de Ayla, quien hoy, a día 1 de febrero de 2021, tiene 5 meses. Valencia, Cuenca, Ciudad-Real y Toledo fueron las siguientes provincias en caer, hasta que el famoso virus arruinara nuestras ansias de continuar caminando.
Os agradezco el haber seguido estas líneas. Y llegados a este punto os diría que, en otro momento y si lo deseáis, os relato esta “fase dos” de nuestra vuelta a la Península caminando.
“Si bien no teníamos idea alguna de por dónde pasaríamos exactamente, ni la ruta estaba planificada para recorrer un sitio en concreto, nuestro rumbo era el sur. Habiendo llegado casi a la desembocadura del Ebro y habiendo sorteado la última muralla rocosa previa al mar, nuestro transcurso y su clima se presentaban gentiles, inherentes al invierno de Castilla o a los duros vientos aragoneses. Pero todo rincón aguarda con su carácter el formato que le identifica y denomina. Por muy cerca del Mediterráneo que estuviésemos, el calendario no engañaba y nosotros, tras haber recibido la recompensa de haber salido airosos y fortalecidos de la primera fase, estábamos más confiados que nunca. Quizás demasiado para unas orografías que desconocíamos casi por completo.[...]” (Parrillas, 15 de Marzo de 2020)
Pablo Samper Díaz
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